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A los defensores del orden les cuesta disimular su desprecio por la vida. Es lógico, puesto que esperan que esta sea lo más funcional posible al mantenimiento y perfeccionamiento de las relaciones de dominación, a la explotación en la forma de trabajo asalariado. Somos rebajadxs a la categoría de mercancías intercambiables, idealmente baratas. “Que los estudiantes se dediquen a estudiar”, “que los trabajadores se dediquen a trabajar”, rezongan con prontitud cuando, tímida o enérgicamente, sectores del proletariado, hartos de la miseria que les ahoga, expresan su descontento y rompen con la monotonía de la supervivencia capitalista.
Estas últimas semanas, utilizando desvergonzadamente como excusa los horribles casos de violencia física y sexual hacia niños y –principalmente– niñas, personajes y fracciones del mundillo conservador vociferan a coro por la vuelta de la pena de muerte. No son más que hipócritas, pues históricamente han alentado y festejado efusivamente la multitud de horrores que se han cometido contra quienes consideran sus enemigos (justifican y se ríen de las torturas, desapariciones y asesinatos que sus esbirros cometieron y continúan cometiendo en nombre de la familia, la patria, el orden y la propiedad). Son criminales, pues tras la manipulación morbosa de los casos señalados, intentan profundizar los mecanismos represivos de los que son adictos. Enemigos, claro está, pues es contra nosotrxs que quieren utilizar todas las herramientas posibles para mantenernos silenciadxs, acorraladxs, mutiladxs.
Desde otros sectores de la gama en que se presenta el partido del orden, aquellos que se dicen progresistas (y con razón, pues están realmente interesados en el progreso de la sociedad capitalista), responden, un poco espantados, que tales alegatos serían retrógrados, justificándose en argumentos centrados en aspectos jurídicos, tomando como molde sociedades avanzadas y desarrolladas, “primermundistas”. Dicen que deberían atenderse los problemas de fondo. ¿Cuáles? Según ellos, la injusta distribución de la riqueza, la falta de educación, el mejoramiento del sistema carcelario, etc. En definitiva, los lamentos típicos del progresismo y el reformismo, cuyas esperanzas recaen en la regulación de la miseria capitalista.
Estos que dicen querer defender a “nuestros niños”, no se escandalizan por la vida horrible a las que los someten, bombardeadxs de publicidad angustiante y alimentadxs con porquería industrial
Pero que toda esta camarilla de políticos y aspirantes a serlo salga a opinar sobre el tema, encuentra su razón de ser en la repercusión de estos hechos en la “masa” misma. Se mueven en ella (de la que formamos parte) tendencias contradictorias. Acostumbradas a no poder decidir nada realmente importante acerca de sus vidas, encolerizadas con razón ante crímenes horrendos, y ante la supuesta incapacidad del Estado de dar respuesta a ellos, sólo les queda el fervor punitivo, las ansias de un castigo ejemplificador. La bronca natural es canalizada hacia el perfeccionamiento de la represión estatal y el desmembramiento de lo que quede de lazos comunitarios.
Pero los filofascistas que denuncian la pedofilia, a menudo emparentándola con otras formas de vivir la sexualidad que escapan de los modelos tradicionales –principalmente la homosexualidad–, que piden la pena de muerte y tortura hacia los violadores, son los mismos que reducen a la mujer a objeto de valoración y uso. Estos que dicen querer defender a “nuestros niños”, al mismo tiempo que hacen de la familia su bastión, aquella institución que es donde se producen la mayoría de los casos de abuso y violencia, no se escandalizan por la vida horrible a las que los someten, bombardeadxs de publicidad angustiante y alimentadxs con porquería industrial. La defensa ominosa del orden social capitalista precisa de vez en cuando del señalamiento fingidamente horrorizado de algunos de sus excesos. Y en efecto, así se les clasifica. Quienes violan mujeres y niñxs son sujetos enfermos, “sin cura”, condenables como monstruos. Lo realmente monstruoso y enfermo es nuestra existencia misma cuya finalidad es la de ser parte del ciclo de valorización del capital, que no puede dejar de crecer a costa de dejar de ser tal. En este ciclo alienante, donde el abuso está en el centro de todas las relaciones sociales, la niñez es blanco “natural” para aquellxs que no encuentran con quien descargar su frustración. Esto en ningún caso justifica las agresiones puntuales, que como tales deben ser respondidas, pero permite atacar la raíz de la violencia contra lxs niñxs.
En este mundo invertido en el que nos toca sobrevivir, se reprime abiertamente el desarrollo libre de la sexualidad infantil, llenándola de tabúes y prejuicios, al mismo tiempo que se disfruta disfrazando niñxs de pequeños adultos, limitándolos a los estrechos modelos existentes, incluyendo por supuesto aquellos referidos al comportamiento sexual. Así, les parece gracioso ver una niña imitando bailes “sexys” de alguna artista, pero les asusta que tomen conciencia de sus cuerpos.
Para enfrentar la crueldad con la que a diario deben enfrentarse niñas y niños, es imprescindible generar una comunidad humana que base su existencia en la solidaridad, en la que la niñez no sea concebida meramente como un proceso de adiestramiento para la vida adulta, para el trabajo asalariado. Los casos de violencia sexual contra niñxs deben ser evidentemente combatidos, pero atacando a la vez a quienes pretenden la manipulación de esta realidad horrible a fin de endurecer los mecanismos represivos del Estado, que son los que, entre otros, generan las condiciones necesarias para su existencia y mantenimiento.