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«Y, sin embargo, el sol poniente de esa ciudad dejaba en ciertos sitios algunos fulgores, cuando mirábamos pasar sus últimos días, encontrándonos ante un decorado que pronto sería desmontado, y ocupados de maravillas que ya no volverán. Pronto habría que abandonar esa ciudad que para nosotros fue tan libre, pero que está a punto de caer enteramente en manos de nuestros enemigos. Ya se le está aplicando sin remisión si ciega ley que todo lo rehace a semejanza de ellos, es decir, según el modelo de una especie de cementerio: “¡Ay, qué miseria, qué dolor! París tiembla.”
Habrá que abandonarla, pero no sin haber intentado una vez adueñarse de ella a la fuerza; al final habrá que abandonarla, después de tantas otras cosas, para seguir el camino que determina las necesidades de nuestra extraña guerra que tan lejos nos ha llevado.
Pues nuestra intención no fue otra que la de hacer aparecer en la práctica una línea divisoria entre los que quieren más de lo que existe y lo que ya no quieren más.
Diversas épocas han tenido así sus grandes conflictos, que ellas no habían elegido, pero en los cuales hay que elegir el bando en que se está. Es la empresa de una generación, por la cual se fundan o se deshacen los imperios y sus culturas. Se trata de tomar Troya o de defenderla. Por algún lado se aparecen todos esos instantes en los que van a separarse quienes lucharán en bandos opuestos y no volverán a verse. Es un momento hermoso aquel en que se pone en marcha un asalto contra el orden del mundo.
Desde el casi imperceptible comienzo se sabe ya que muy pronto, y pase lo que pase, nada será igual a lo que fue.
Es una carga que empieza lentamente, acelera el paso, rebasa el punto a partir del cual ya no habrá vuelta atrás, va a enfrentarse irrevocablemente a lo que parecía inatacable; a lo que era tan sólido y estaba tan bien defendido, pero también destinado a ser quebrantado y transformado.
Eso fue, pues, lo que hicimos cuando salimos de la noche, desplegamos una vez más la bandera de la “buena vieja causa” y avanzamos bajo el fuego del tiempo.»
In girum imus nocte et consumimir igni (Guy Debord, 1978)